El camino a la salvación: Segundo Lugar

Written by | Ágora

El Camino a la Salvación

Autor: Eduardo Jáuregui Sainz de Rozas, Licenciatura en Literatura.

Aquellas sombras empezaron a apretujarse entre ellas, formando hileras infinitas a la vista. Los primeros llegaron desde hacía semanas. Algunos acamparon en los acantilados, los más ansiosos esperaron frente a la prometida salida. 

Un rechinido hizo temblar la de por sí inestable tranquilidad de ese mundo sombrío. Los goznes de las enormes puertas de hierro cedieron ante las súplicas de la multitud. Hubo unos cuantos segundos de silencio hasta que la primera alma se lanzó al agujero oscuro. Enseguida le siguió una multitud. Eso bastó para encender los ánimos y el puente se convirtió en un caos de empujones y gemidos. 

—Sólo se te brinda una oportunidad cada ciclo —había dicho el extraño ser—. Si quieres volver, es la única manera. 

Y fuera o no verdad, no iba a quedarme a averiguarlo. Ayer había partido una caravana de infantes. Se cuenta que lo lograron. Si esos indefensos pudieron hacerlo, era muy probable que yo también. 

Bajé de la roca donde estaba sentado y me uní al tropel desesperado. La multitud había menguado, conforme los de adelante desaparecían sin dejar rastro. Entre empujones y uno que otro lamento, me abrí pasó hasta el final del puente. Al ver cómo el ser frente a mí era tragado por las garras de la oscuridad, frené el paso. No tuve ni tiempo de pensar: los que me pisaban los talones me empujaron. Antes de darme cuenta atravesé el portal misterioso.

Oscuridad. Gritos. Confusión. Aquello no era distinto a lo que pasaba en el puente, aunque aquí los seres parecían vagar sin rumbo. Algunos pasaban golpeándome la espalda, otros arrastrándose. No dejé de avanzar. Solo así encontraría el camino.

—¿Qué hay del otro lado? —había preguntado a mi mensajero.

—Es imposible saberlo. Es distinto para cada uno. La conexión que tengas con el otro lado determinará tu camino.

No tenía ninguna conexión ni nada parecido, pero el sentido común, si es que algo como yo podría tenerlo, me decía que no me detuviera. 

El desorden se detuvo de improviso y vino a sustituirlo una brisa helada. A lo lejos se oían goteras. Una, dos… Cientos, miles. Conforme caminaba a ciegas la existencia de una cascada gigantesca se hizo evidente. Incluso pude escuchar un par de zambullidas. No era el único que eligió ese camino. El ruido se hizo tan intenso que me preparé para lo peor, aunque no por ello fue menos desagradable. La caída de agua me arrastró decenas de metros. De pronto me encontré flotando en unos rápidos en plena oscuridad. Apenas lograba tomar aire, era volcado por la corriente. Así pasaron minutos eternos. 

El agua me dejó varado en una playa. Una tenue luz iluminaba el cielo y la arena se me pegaba en las piernas. A mi lado un náufrago pedía misericordia, otro yacía simplemente inconsciente boca abajo. Por más que quisiese hacer algo, no podía perder tiempo. 

La arena me frenaba los pies y el cansancio acumulado fue disminuyendo mi paso. Podría haber caído rendido allí mismo si no fuera por un olor dulzón en el aire que me dio energía. Poco a poco la arena fue desapareciendo y mis pies tocaron un frío piso duro. Avanzando cabizbajo, solo conducido por aquel olor tan delicioso, no me percaté de esas enormes estructuras hasta que choqué con ellas. Era una vista terrorífica. Me rodeaban gigantescos cráneos humanos del tamaño de edificios. Caminara por donde caminara, esas cuencas vacías, que alguna podrían haber sido ojos, parecían observarme, juzgarme, como si estuvieran decidiendo si era o no digno de continuar. 

Tiritando de frío, pues esos huesos delataban ser hielo, tuve que abrirme camino entre la ciudad de la muerte. Fue cruzando algo semejante a un callejón que un brillo llamó mi atención. En aquel ambiente tan denso y sombrío, solo iluminado por la mortecina luz que se filtraba entre las sombras del cielo, cualquier resplandor se delataría de inmediato. Seguí el punto luminoso, que ahora parpadeaba. De pronto se multiplicó, y de nuevo, y de nuevo. De la nada me vi acosado por miles de luces que hacían de aquel lugar la cosa más peculiar. Acercándome a una noté que provenía de los ojos de los cráneos. Aquellas cosas parecían haber cobrado vida. Iba a huir cuando otro olor, diferente al de antes, me hizo detenerme en seco. Giré la cabeza, justo para encontrarme que la llama desprendía una columna de humo: los edificios parecían chimeneas. El olor era conocido, pero no logré recordar de qué, ni tuve tiempo. Los cráneos, que según yo eran de hielo, estaban siendo consumidos por el fuego. Dejé de temblar y empecé a sudar. El humo, aunque agradable en esencia, me sofocaba. Tuve un par de arcadas y tosí para poder respirar. 

Con el brazo sobre la nariz, me arrastré como pude lejos del incendio que crecía y crecía. Era tal la rapidez con la que se propagaba que hasta el suelo, inexplicablemente, comenzó a arder. Arrastrarse ya no era una opción. Me puse de pie, con los ojos llorosos, viendo lo que sería mi fin. En eso el suelo fue tragado por completo por las llamas y se vino abajo. 

Floté en la oscuridad, o volé, no sabría decirlo. El temor por morir quemado fue reemplazado por el miedo al impacto que me aguardaba en el fondo. Por el tiempo que llevaba cayendo era imposible esperar un aterrizaje agradable. Como siempre, temí lo peor. Cerré los ojos, me hice volita y me dejé llevar. El golpe llegó al instante. Seguía en la misma postura cuando abrí los ojos. No tenía ni un rasguño. Quedé cegado un momento por el fulgor que me rodeaba. Otra vez impregnaba el ambiente un olor cautivante. Una mezcla de frutas con hierbas. Por instantes fuerte, por instantes suave. 

No pude aguantar la curiosidad de saber qué lo provocaba y aparté las manos de mi cara, aunque eso supusiera tener que soportar la claridad. La cosa fue muy distinta, y lo que estaba ante mis ojos era un espectáculo maravilloso. Me encontraba en un campo de flores que se extendía hasta el horizonte. Había de todas formas y colores, pero las que predominaban eran las de tonalidad anaranjada y amarilla. Su color era tan vivo que competía contra el sol del cielo. No aguanté las ganas y tomé una con la mano. Al olerla me recorrió un escalofrío por el cuerpo. Era una sensación inexplicable. Tanto me cautivó aquel paisaje que olvidé lo que hacía. Caminé hacia una loma, donde otras flores púrpuras creaban un contraste de colores increíble. 

Dando el primer paso para subir, el sol se apagó. Reinó la oscuridad. El clima cálido se volvió helado. El olor agradable desapareció. El repentino cambió de ambiente y el anhelo de la reciente sensación de paz, me descontrolaron. Eché a correr en medio de la oscuridad sin destino fijo, seguro que pronto encontraría la salida. Nada. Intenté por otro lado. Nada. Aquello era un páramo sin vida. No sabía si avanzaba o retrocedía, si iba a la izquierda o derecha, e incluso, como no lograba ver mis piernas, nada aparte de mi sensación mecánica me indicaba que me estaba moviendo. 

Después de lo que pudo haber sido una eternidad, una luz fue de nuevo mi salvación. Apareció a lo lejos, intensa. Pude vislumbrar enseguida que se trataba de una veladora. Corrí como loco hacia aquella luz que representaba mi esperanza en medio del olvido, pero justo antes de alcanzarla desapareció. Quedé sumido en la negrura. Estuve a punto de soltar un grito, si no es porque a lo lejos se encendió otra. No perdí tiempo y la alcancé. Pasó lo mismo. 

Siempre que me acercaba se esfumaba. Me percaté que se trataba de la misma veladora, aunque cada vez que desaparecía iba multiplicándose. Jadeando, tuve que tomar un poco de aire. Cualquiera que fuera el obstáculo, lo superaría. Tenía que regresar. Repetí la carrera un par de veces hasta que mi plan funcionó. De pronto las veladoras eran tantas que alcanzaban para formar un trazo de luz en el mar de sombras: un camino. Corrí con la desesperación, con el espíritu. A donde acababa el sendero luminoso aparecieron unos escalones. Volvió el olor dulce y con ellos los cráneos. Luego el humo, las flores, las veladoras y el agua. Cada prueba que había tenido que afrontar estaba reunida en un mismo lugar, casi como si se burlaran de mí. No supe qué hacer. Algo me decía que aquello era la última prueba, la combinación de todas. Antes de apresurarme inspeccioné un poco más aquella curiosa estructura. Me llamaba la atención algo: un recuadro en lo más alto. Estaba oscuro así que no podía ver lo que era. Tuve que acercarme. A punto estaba de verlo…

—Ya no está, lo sabes.

Esa voz me petrificó. Provenía de delante de aquel altar. Alguien estaba arrodillado… No, uno estaba en el suelo y el otro en pie. Esta última fue la que habló.

—Sé que es difícil aceptar la verdad, pero no puedo dejar que sigas haciendo esto. Ya casi pasó un año…

La segunda persona se puso de pie. Estaba llorando. No pude menos de sentir un nudo en el corazón. Era mi esposa. ¡Mi esposa!

Se limpió las lágrimas con un brazo y esbozó una sonrisa simulada. 

—Es solo que lo extraño. Fue de la nada. Él me había prometido…

—Sea lo que sea ya no puede cumplirlo. No lo des tantas vueltas —Reconocí esa voz. Por supuesto que reconocía esa voz—. ¡Vámonos, él está muerto!

Esas últimas palabras lograron sacarme de mi trance. Me arrojé de inmediato a los brazos de mi esposa, pero me sorprendí al chocar con el suelo. Volví a intentarlo y lo mismo. 

—Sigue siendo de él —dijo mi esposa con un suspiro—. Lleva su nombre. ¿Quién va a mantenerlo? ¡Él me prometió que…!

—Ahora estoy yo. Yo me haré cargo. Es lo que siempre he deseado. 

Me di cuenta de que algo se movía en el pecho de mi esposa; luego un llanto. 

—Mira, despertó. 

Al ver a la criatura sentí que perdía el equilibrio. Tuve que tomar aire para atreverme a mirar… No podía. Me di la vuelta. 

—Puedes creer que estoy loca, pero siento su presencia. Es como si él estuviera aquí. 

—Sí, eso dicen. 

La criatura batalló por liberarse. Mi mujer no quiso aguantarlo y la dejó en el suelo. Ya no pude evitar mirarla, aunque me diera la espalda. Caminó gateando hasta tocar el primer escalón del altar. 

—Él también lo siente, ¿lo ves? —insistió mi esposa.

El hombre soltó una carcajada. 

—Claro, es que es como si estuviera aquí. Como si ese accidente nunca…

Mi cabeza dio vueltas. La escena cambió en mi mente. Montaba un caballo, corríamos. Mi amigo iba a mi lado. De pronto una explosión. Caí. El barranco… 

Las piernas me fallaron y caí sobre el altar, aunque lo atravesé. Recordaba todo claramente. Esa noche. La traición. Ese hombre…

Rechinando los dientes me lancé furioso contra quien había fingido ser mi amigo. Nada. Lo golpeé decenas de veces. Su expresión ni se inmutó. Seguía con su estúpida sonrisa. Era inútil. 

—Te aseguro que seré un mejor hombre que él. Los cuidaré a ambos. Si quieres puedes venir a verlo cada año si eso te hace sentir mejor. ¿Qué opinas?

Mi esposa sonrió. Ya no era esa sonrisa fingida de antes. Era honesta, cruel. Por si no fuera poco, mi amigo se acercó y ella quedó asida a sus brazos. Me sentí desfallecer. Todo el rencor y sufrimiento por el que había pasado no era nada comparado con eso. La impotencia de no poder hacer nada me carcomía por dentro. Me eché a llorar, casi dando de gritos, maldiciendo a aquel hombre. Siempre había sido su plan. ¡Cómo no me había percatado! 

Las garras que antes me llevaran a aquel lugar, ahora me reclamaban de vuelta. Así iba a terminar todo. Desaparecería para siempre y lo último que vería sería aquello. 

El cuadro rodó por los escalones y quedó boca arriba, justo a un lado del bebé. Ni mi esposa, o como pudiera llamar a esa traidora, ni mi enemigo se percataron y siguieron ensimismados en su mundo. Me desprendí de las garras que me jalaban y me acerqué. Parecía como si viera un espejo. En aquel retrato al menos estaba sonriente, feliz, esperando un futuro con ella y… La criatura gateó hasta quedar frente al retrato.

—¡Pappaa!

Fue más un gemido, pero yo lo entendí perfectamente. De pronto fue como si mi alma se curará. Mi bebé alzó la cabeza, babeando y sonriendo, chimuelo. Sus ojos se encontraron con los míos. No había duda de que era igual a mí. Solté unas lágrimas, pero de felicidad, y me dejé llevar… Mi bebé pareció agitar la manita para despedirse. Fue ahí que me percaté. La impotencia, la justicia, la venganza… Eché una mirada a los dos enamorados y luego volví a ver a mi hijo. No podía hacer nada, no. Pero él sí. Mi enemigo había cometido un grave error. Se había querido deshacer de mí, pero una parte seguía con vida y sería su perdición. 

Se necesitarían años, muchos años, pero vendría siempre sin importar qué. Nunca me rendiría. Lo cuidaría en todo momento, lo conduciría por el camino indicado y al final él… Estiré mi mano y por un momento creí sentir que rozaba la suya. 

Con esa escena fui arrastrado de vuelta al mundo de las sombras. Volvería.

El Costalero

Last modified: 1 noviembre, 2022