Por amor a la tradición: Tercer Lugar

Written by | Ágora

Por amor a la tradición

Autor: Erick Omar Romero Candia, Licenciatura en Ingeniería Civil.

Era un Día de Muertos como cualquier otro, la familia se había reunido a cenar los habituales manjares mexicanos en la casa del padre. Los niños jugaban entre ellos, los adultos charlaban y chismeaban, como era frecuente en la sobremesa. La ofrenda familiar se había erigido en la sala de estar. Esta constaba de tres pisos, en los cuáles se colocaron diferentes platillos, las tradicionales calaveras de azúcar, bebidas alcohólicas, dulces y todo lo que pudieran necesitar los muertos. En ella, estaban las fotos de los difuntos de la familia cerca de algunas cosas que hubieran disfrutado en vida; el fuego de las velas y el color naranja del cempasúchil cubría el entorno, que parecía de ensueño y no le pedía nada a las grandes ofrendas en exhibición en el centro de la ciudad.

Cuando dieron las once, todos decidieron ir a la cama. Los niños ya se habían dormido y los adultos no tenían ya muchas ganas de seguir la conversación. Uno a uno, se fueron retirando, hasta que solo quedaron dos miembros de la familia. José, el anfitrión de la cena, y Roberto, el padre de José. Cuando se percataron de que solo habían quedado ellos dos, hubo un momento de silencio. Padre e hijo nunca habían sido los más cercanos, pero en aquellos días, así como en las demás celebraciones del año, ponían sus diferencias de lado para convivir en paz.

-Veo que todos se han ido a la cama ¿te puedo interesar en compartir una última copa? – le preguntó Roberto a su hijo.
-Muy bien, pero solo una. No queremos terminar como el tío Luis – dijo José.

El hijo sirvió dos caballitos de tequila y los llevó al sillón de la sala. Le dio uno a su padre y ambos se sentaron frente a la ofrenda, dentro del abismal silencio que se formaba ahora en la casa. Los dos hombres levantaron y chocaron sus copas, como es común cuando se comparte la bebida.
-Ya son tres años desde que muriera tu madre. Todo ha sido tan rápido – dijo Roberto.
-Lo sé, mis hijos eran apenas unos niños, ahora ya han crecido tanto – dijo José.
-Gracias por invitarme a pasar la noche.
-No hay necesidad, sabes que siempre eres bienvenido.
-Han sido tres años solitarios. Isabel se ha ido, al igual que muchos de mis compañeros. Es difícil aceptar que todo está por terminar, pero muy pronto, mi foto ocupará un lugar en esta ofrenda – dijo Roberto.
-No hay por qué pensar así. Eres un hombre sano para tu edad. Aún te quedan años por delante – respondió su hijo.
-No lo digo porque sienta a la parca tras de mí – dijo Roberto – pero uno tiene que aceptar cuando el final está cerca. Pueden ser dos, cinco, diez años los que me queden, no importa, lo que debía hacer en esta vida ya lo he hecho.

Se hizo otro momento de silencio, que se vio interrumpido por los cantos que acababan de empezar en la casa del vecino.
-Seguro ya están borrachos – dijo Roberto.
-Creo que será mejor que nos acabemos la copa y vayamos a dormir – dijo José.
-Si quieres, tú hazlo. Yo me quedaré aquí, nunca consigo dormir esta noche – dijo Roberto.
-¿En serio? Nunca lo habías comentado – dijo José, sorprendido.
-Nunca lo preguntaste – dijo su padre – si no lo hubiera dicho ahora, no lo hubieras sabido.
-¿Por qué es que no duermes?
-No lo sé, siempre ha habido algo en el día de hoy que no me ayuda a conciliar el sueño, es algo que ha sucedido desde que murió mi padre.
-¿Entonces no has dormido en este día por más de sesenta años? – preguntó José, que sabía que su abuelo había muerto cuando su padre tenía doce años.
-Así es, aún recuerdo muy bien aquel día. El primer día de muertos que celebrábamos sin él. El habitual ambiente jovial había desaparecido de esa casa. Mi madre lloraba cada vez que veía la foto de mi padre; mis hermanos, que acostumbraban  ser muy ruidosos, se sentaron en silencio a tomar la cena. Todos nos fuimos a la cama muy temprano, pero no logré dormir, pues  algo me inquietaba.
-¿Qué te inquietaba? ¿Acaso que mi abuelo estuviera en la casa?
-Mi padre fue la primera pérdida verdadera que sufrí en mi vida. De pequeño, poco había importado el día de muertos; para mí y mis hermanos solo significaba un día en el que podíamos faltar a la escuela, pero cuando mi padre murió, fue que empecé a prestar más atención a la tradición. “El día que los muertos vienen a visitarnos” le dicen – decía Roberto, quien tomó una pausa para beber de su tequila y continuó – aquel día me quedé despierto esperando. Una parte de mí pensaba que podría verlo, que él llegaría a saludarnos y a asegurarnos que estaba bien. Que se había reencontrado con su familia, en el más allá, y todos vivían muy contentos, pero nunca se apareció. No lo vi, no lo sentí, ni un ruido sospechoso escuché. En mi cabeza, el hombre solo había venido a comer y se había ido.
-¿Y cada año esperaste a que volviera? – preguntó José.
-Algunos años lo hice, sí – dijo Roberto.
-¿Cuándo te detuviste? – preguntó José.
-Debieron haber sido cinco años los que esperé a que volviera, tal vez lo hizo, pero, nunca fue a verme, solo iba a comer. Con cada año la distancia entre ambos se iba acrecentando y poco a poco, lo dejé de extrañar, poco a poco lo empecé a olvidar y solo las fotos de la ofrenda me recordaban su rostro. Finalmente, un año pensé en dormir y ya no esperarlo. No fue la fe lo que me mantuvo despierto, solo la costumbre de no dormir aquel día; no importó cuánto lo intenté, no podía dormir y nunca más lo traté de nuevo– dijo Roberto.
-¿Y cuándo lo celebrábamos en casa, tampoco dormías? ¿Qué decía mi madre? – preguntó José.
-Isabel sabía bien que no podía dormir. Solo el primer año de casados intentó que pudiera conciliar el sueño. Me preparó un té relajante y nos fuimos a la cama temprano, pero salió el Sol y yo no había pegado pestaña – dijo el hombre.
-Tengo curiosidad ¿Qué te mantenía despierto? ¿La creencia del día de muertos? – preguntó José.
-Por muchos años lo pensé. Me decía, a mí mismo: “puede que no los sientas, puede que no los veas, pero, ellos están aquí, vinieron a verte y por eso no duermes. Porque estás con ellos”. Pero, no era así.
-¿Qué te hizo cambiar de opinión?
Algunas cosas a través de los años, pero, de forma decisiva, la muerte de tu madre – dijo Roberto.
-¿Así que creíste en la tradición hasta la muerte de mi madre? – preguntó José.
Supongo que sí. Recordarás que yo estuve muy mal cuando ella murió. Fue tan repentino, que nunca me perdoné por no haberme despedido de ella, por no decirle que la amaba y que siempre la había amado, al menos una última vez. Estuve casado con ella cincuenta años, ella fue mi vida entera – dijo Roberto, antes de terminarse el tequila de un trago – ese día volví a esperar con ansías el día de muertos, pensando que esta vez, ella me visitaría y yo sabría que estaba ahí ¿Cómo no reconocer la presencia de la mujer que yo amé por cincuenta años? Hice la ofrenda, puse todos los platillos, las frutas, los dulces, todo como la que está puesta frente a nosotros. Pasé la noche sin dormir de nuevo, y no hubo ni un solo momento en que pudiera decir: ella está aquí conmigo.
¿Y eso te desalentó? – preguntó José.
-No inmediatamente. Ese primer año dejé la ofrenda por varios días, completamente intacta. No saqué la comida hasta que empezó a descomponerse y apestar la casa. Mis padres me habían enseñado que los muertos consumían la comida y ésta perdía su sabor, puesto que se había ido con su comensal. Pero, el segundo año, puse la ofrenda y no quise esperar. Al día siguiente, tomé los platillos y no pude evitar servirlos en mi mesa, pues, lo mismo que gustaba comer tu madre, era lo que me gustaba comer a mí, así que lo probé y aquella comida sabía tan bien como siempre, tan bien como pudiera quedarme la receta de tu madre. El sabor estaba completamente intacto y solo pude sacar dos posibles conclusiones. Que ella no se dignó a comer lo que le preparé o, que en realidad, ella nunca estuvo ahí. Me inclino más por la segunda, pues yo sé que si ella pudiera venir, aunque sea una vez al año, me vendría a ver a mí, vería a sus hijos y a sus nietos y, en la cena, podríamos sentir su presencia junto a nosotros, así como la presencia de todos los que se fueron antes que nosotros.

El tercer silencio de la conversación se hizo después de tan aparatosa confesión ¿Acaso el viejo tenía razón? Por años nos habían enseñado la tradición pero, ¿Acaso sería verdad? ¿Los muertos regresarían a vernos o es que se quedarían en el más allá? ¿será que su presencia aún vive entre nosotros o, será que lo que se ha ido de este mundo, jamás volverá? José no podía evitar sentirse triste por las palabras de su padre. Si él tenía razón, entonces su madre no habría vuelto a verlo nunca más, no podría haber visto cómo crecían sus nietos, cómo prosperaba su familia, ni siquiera el cómo compartía ese momento, no importa lo amargo que fuera, con su padre, en perfecta armonía, como no habían tenido en años. Sin percatarse mucho, también bajó su trago de un sorbo y colocó el caballito vacío en la mesa. Ahora solo las voces de los vecinos sonaban en el recinto y la magia que habitaba la casa, de alguna forma, se había ido.
-¿Que piensas que debemos hacer el siguiente año ¿Debemos olvidar nuestras tradiciones? ¿Cómo le explico a mis hijos que nadie vuelve este día a visitarnos? Créeme que he tenido suficiente con explicarles lo de los Reyes Magos – dijo José.
-¿Qué insinúas? ¿De verdad dejarías de festejar el día de los muertos? – preguntó Roberto, sorprendido.
-Pero, si acabas de decir que no crees en la costumbre.
-Y lo mantengo, pero esa no es razón para dejar de celebrarlo – dijo Roberto.

Su hijo no entendió porque su padre defendía una tradición en la que ya había explicado que no creía ¿Por qué molestarse en construir la ofrenda cada año si a nadie le importaba? ¿Por qué vivir con la ilusión de aquello que no era real, que estaba equivocado?
-Puede que tenga razón. Puede que los muertos no regresen a vernos este día, pero no puedo probar ni que lo hagan, ni que no. Lo que sí puedo decir es que esta tradición es algo que vale la pena celebrar.
-¿Por qué? – preguntó su hijo.
-Más allá de lo que crea, este puede que sea mi día favorito del año. Ver los festivos colores del otoño por las calles, a las personas que se visten y se pintan de esqueletos y catrinas; el olor intoxicante del cempasúchil que se cosecha en los campos. Las ofrendas que se levantan en todas las casas y celebran a su ascendencia. El sabor de los platillos que muchas generaciones han gustado.
-Pasar la velada en familia, recordando las historias de nuestros ancestros… – continuó José.
-Y sobre todas las cosas, aún si no están con nosotros, es el día que podemos dedicarnos a recordarlos, no con tristeza, sino con nostalgia. Sabiendo que no seríamos las personas que somos hoy, sin ellos – terminó Roberto.
-Entonces hay que seguir celebrando cada año – aseguró José.
-Así es, por amor a la tradición – terminó Roberto.

Poco después, ambos se levantaron del sillón y vieron juntos, un momento, las fotos de sus difuntos. Subieron al segundo piso de la casa, donde ya todos estaban dormidos, y se despidieron, antes de entrar a sus cuartos.

Aquella noche, después de convivir con su hijo, Roberto finalmente pudo conciliar el sueño. En este, por fin logró reunirse con todos los que se habían ido; pudo volver a ver a su esposa y decirle lo mucho que la amaba, volvió a ver a su padre, lo abrazó y le dijo que no lo culpaba por haberlos dejado, que él sabía que no había sido por opción. Volvió a ver a su madre, a sus hermanos, sus amigos, sus compañeros. Todos vinieron a verlo a su casa, y él se fue con ellos. Roberto solo volvió su mirada atrás para pensar en su hijo, pero, siguió adelante, sabiendo que podría volver en el siguiente día de muertos.

EC. Romero

Last modified: 1 noviembre, 2022