Cempasúchil Podrido: Segundo Lugar

Written by | Ágora

Cempasúchil Podrido

Autor: Juan Carlos Pérez Mijangos, Licenciatura en Antropología

La mía era la única presencia en la calle y la luz naranja que salía por las puertas abiertas de la Parroquia de San Febres Sacristán era la única que la iluminaba. Las puertas estaban abiertas de par en par y yo me encontraba de pie, afuera del templo. El frío de la noche fue momentáneamente interrumpido por una acogedora brisa que salió de la iglesia y me envolvió, como dándome un amable abrazo, tomándome de mi mano libre e invitándome a pasar. Sujeté con fuerza el pequeño paquete envuelto en papel que tenía en la otra mano y entré al edificio, convencido de que, aunque nada pasara aquí esta noche, este era tiempo ganado porque, al menos, era tiempo en el que seguía vivo. 

Tan pronto estuve dentro, las dos puertas gigantes de madera se cerraron bruscamente detrás de mí, casi rozándome la espalda. El estruendo que generó hizo que diera un salto hacia adelante, temiendo ser aplastado. Me di la vuelta, con cada hueso de mi cuerpo aun temblando, buscando al responsable y ahí lo vi. Era alto, me sacaba al menos una cabeza. Su piel era pálida y verdosa. Parecía hecha como de fango seco y lucía quebradiza, como si de un toque pudiera resquebrajarse y caer al suelo convertida en un fino polvo. Su cabello, escaso y delgado, era por sí solo casi traslúcido. Sin embargo, lograba reflejar la luz de las velas de manera que perecía que brillaba. Su cuerpo estaba cubierto por un blanco manto que lo identificaba como sacerdote y como a la persona que estaba buscando. Alcé la mirada para ver sus ojos y me encontré con dos perlas lechosas y verdes, casi blancas. Emanaban la misma sensación de enfermedad y putrefacción que su piel, pero a diferencia de esta, su mirada no era endeble, sino firme y determinada. 

Un terrible silencio nos envolvió durante algunos minutos antes de que me atreviera a hablar. “Buenas… Buenas noches -dije balbuceando, casi en un susurro- Estoy aquí por el…”, “Estás aquí por el altar, lo sé” dijo, terminando mi oración. Su voz, igual de desgastada, vieja y descompuesta como el resto de su cuerpo, me sorprendió por lo terriblemente desagradable que era. A pesar de que vi su boca moverse, fue como si ningún sonido saliera de ella, sino que su voz sonó directamente en mis oídos. Sentí su lengua, que se movía dentro de su boca, a escasos centímetros de ambas orejas y sus palabras subían y se arrastraban por mi cuello, como si de pequeñas arañas con diminutas patas se tratasen.. Las escasas cinco palabras que pronunció no terminaron de revolverse dentro de mi cabeza hasta después de un rato. “Adelante, adelante” dijo mientras enterraba sus frías y delgadas garras en forma de dedos humanos sobre mi hombro  y con su otra mano abría una de las puertas que separaban el angosto recibidor donde nos encontrábamos del resto de la iglesia.  

Cuando entré tras el sacerdote a la nave principal de la parroquia, mis ojos se empaparon de las decoraciones, colores, luces, formas y sorpresas que la decoraban. Intenté seguir el paso de mi anfitrión, que afortunadamente me había soltado y dirigía la marcha, pero sentí mis pisadas endebles y temblorosas. No estaba seguro de cómo seguía caminando. Volteando hacía arriba pude ver que a lo largo del techo de la nave, se habían colocado incontables hileras de las típicas hojas de papel china recortado con figuras alusivas a la fecha de hoy: catrinas, pan, cempasúchil y velas. Éstas ondeaban de manera dispar y sin organización, pero con cierto ritmo, de forma que se asemejaban a un mar amarillo, morado y negro que con fuerza ondeaba sobre mi cabeza, creando un segundo cielo. Pronto me di cuenta de que la intensa luz que iluminaba el atrio provenía de un millar de velas colocadas en cada lugar donde había espacio para una. Había en el suelo, en las ventanas, en los bancos de los costados, en las paredes y en los candelabros. Mis ojos se colmaron de luz y color a medida que avanzábamos hacía el altar. El naranja del cempasúchil ensordecía la vista, imperaba sobre todos los otros colores y elementos, incluso comencé a dudar sobre la propia existencia de la luz a medida que mis ojos se posaban sobre una flor, sobre otra, sobre la que estaba al lado, sobre la que al frente. Sobre la que estaba pisando en este momento, sobre la que estaba pisando el sacerdote en mientras caminaba. Sobre la que colgaba del techo y la que se asomaba sobre una ventana. Sobre las que se apretujaban en los bancos, unas sobre todas las demás, tan juntas y unidas que cualquiera confundiría el banco con una maceta. Ya no sabía si el naranja era la luz que grácilmente se reflejaba en los pétalos de las flores para inundar el aire con su olor y esencia o, por el contrario, la luz de las velas no era más que el propio naranja de las flores potenciado a través de la cera y el fuego.

Cuando llegamos al final del pasillo, es decir, al fondo del atrio, donde se encontraba el pollo sobre el cual estaba el altar, pude ver una imagen familiar, pero por la naturaleza del encuentro, esa normalidad se rompía entre atisbos de sorpresa y extravagancia. El altar del templo estaba cubierto por un suave mantel morado que ocultaba su naturaleza sagrada, dada por el blanco del mármol.  Alrededor se encontraba una hilera de hojas de papel picado de distintos colores y con diversas formas. Sobre el altar se observaba comida, velas, calaveritas de azúcar, pan de muerto, un plato con sal y uno más hondo con un poco de agua dentro. Todos estos elementos estaban dispuestos de tal forma que quedara, justo en el centro del altar, un espacio circular vacío enmarcado con pequeños pétalos de cempasúchil cuidadosamente colocados. 

“Espero que hayas traído lo necesario” -comenzó a decir el sacerdote cuando notó mi quietud y silencio, consecuencia del asombro. Su pegajosa voz volvió a sonar directamente en mis oídos a pesar de la distancia – “De no ser así, dudo mucho que el altar funcione. Sería una lástima”- Asentí y lentamente comencé a desenvolver el paquete que traía. Conforme los trozos de papel caían al suelo, una foto de mi madre se fue revelando. Cuando estuvo completamente libre, me la quedé viendo un rato. La tomé en un viaje que hicimos con el resto de la familia a Cuernavaca y fue la última foto que se hizo de ella. Su rostro mostraba no solo el típico cansancio de la edad, sino también el de las madres. Entre hijos, sobrinos y nietos, nunca pudo abandonar ese papel. Con el tiempo llegué a convencerme de que le gustaba cuidar niños. Me decía que así se mantenía ocupada, que así nunca le faltaría felicidad e inocencia en este mundo tan rudo y cruel. Pero ahora que veo su rostro, sus labios esforzándose en hacer una sonrisa sincera, sus arrugas debajo de los ojos, su pelo canoso elegantemente recogido en un chongo y su mirada, sobre todo su mirada que aún desde el papel te juzga y regaña, sé que lo que necesitaba no eran más niños a su alrededor que, aparte de cansarla, le recordarían aquellos años en los que nos cuidó a nosotros, a sus verdaderos hijos. Cuando nos veía nos veía crecer, llorar, sonreír y jugar. Aquellos años en los que tenía sueños, que esperaba grandes cosas de nosotros, y si no grandes, al menos buenas. Viendo su retrato, ahora sé que nunca necesité hacer nada grande para ella, sólo algo bueno. 

Alcé la vista para ver al sacerdote y le pregunté: “¿Solo hace falta poner la foto en el centro?”. “Solo eso falta” -me dijo con una sonrisa que hubiera preferido no ver en su rostro- “Pero recuerda, tienes que quitarla antes de que salga el sol”. Regresé la vista al altar y comencé a subir al pollo. Cuando me encontré frente a éste, me vino a la mente una duda. “¿Qué pasa si no quito la foto a tiempo?” pregunté al sacerdote dándome la vuelta, esperando encontrarlo. Pero por más que ojeé toda la nave, no pude encontrarlo. Por el contrario, pude percatarme de que los ojos de cada figura de santo o virgen, ya hubiera sido una estatuilla o una pintura, estaban tapados con un pétalo de cempasúchil. Con miedo, volví la vista al altar y subí la mirada para ver si el caso de Jesús era el mismo. A pesar de que ya esperaba encontrarme con la imagen de él clavado en la cruz, sangrante como siempre pero con los ojos tapados, no pude evitar estremecerme.

Una vez que me comprendí sólo, aislado tanto de la mirada mortal que juzga sin saber y de la mirada divina que juzga sabiendo, me atreví a colocar la fotografía enmarcada de mi madre en el centro del altar. Lo hice lento y con cuidado, no quería mover nada sobre el mantel. Aguanté mi respiración para que mi exhalación no pudiera mover ni uno sólo de los pétalos. Cuando la foto estuvo en su lugar, retrocedí sobre mis pasos sin quitar la vista del altar y con cuidado de no tropezar con la escalinata. Ahora solo faltaba esperar. Desde un inicio me dispuse a rendirme, no sería la primera vez que me rindo en algo. Estaba dispuesto a aceptar que esto bien pudiera ser una broma. Una muy elaborada y cruel broma que buscaba jugar con mi esperanza de disculparme con mi madre, de decirle que lo siento. De estar, aunque sea por una noche, otra vez a su lado.

Ese tipo de pensamientos comenzaron a colmar mi mente al grado de que me empezó a doler la cabeza. La luz y el olor de las velas se volvió insoportable y comenzaba a sentir que el naranja de las flores se empezaba a quedar impregnado en mi piel. Estaba a punto de levantarme e irme a mi casa para poder dormir y dejar el asunto de lado cuando escuché, tierna y cálida como siempre, la voz de mi madre. 

 

La luz del sol empezaba a entrar por las ventanas cuando retiré el cuadro de mi madre del altar. Me persigné instintivamente y me di la vuelta para salir del templo. El imponente ambiente que sentí al llegar se había ido junto con mi sentimiento de culpa, y ambas fueron reemplazadas por el sutil aroma de las flores y el cálido tacto del sol. Crucé la puerta por la que el sacerdote y yo entramos la noche anterior e intenté cruzar el pequeño recibidor con la misma rapidez con la que crucé la nave principal para poder, por fin, salir a la calle y a la vida. Pero cuando tomé el asa de la gran puerta de madera que daba al mundo exterior e intenté empujarla, noté que no se movía. Probé con jalarla, pero el resultado fue el mismo. Al darme la vuelta y ver la figura del sacerdote de pie, justo enfrente de mí, un hueco se me hizo en el estómago por el susto, a la vez que todos los músculos de mi cuerpo se tensaron. Su boca comenzó a moverse, dejando nuevamente que la voz pastosa y repugnante del sacerdote sonara en mi oído: “Veo que ya terminaste y, por el semblante de tu rostro, imagino que mi altar ha funcionado a la perfección”, “Sí, gracias a Dios sí pude. Ahora me gustaría volver a casa lo antes posible para dormir un rato”, “Espero que seas lo suficientemente astuto como para darte cuenta de que Dios poco o nada tuvo que ver con los eventos de esta noche”,“Eh… Eso supongo -dije murmurando y recordando los ojos tapados de Jesús y en verdad comenzando a preocuparme- Pero en verdad ya me gustaría irme. Es que estoy muy cansa…”, “Pero todavía no puedes irte. Aún hace falta hacer un pago”, “¿Un… un pago?”, “Así es. Espero no te sorprendas. Como imaginarás, la iglesia no se decoró sola ni las flores se regalaron. Es más, los rumores que hicieron que tu extraño amigo te contara sobre este lugar y sobre lo que necesitabas hacer para que funcionara tampoco se esparcieron solos. Hay trabajo por detrás, muchacho. Mucho trabajo”, “Oh, claro. Entiendo -dije más calmado sacando mi billetera –  Estee… ¿Cuánto sería?”, “Más de lo que esa pequeña billetera pudiera contener. Yo te ayudé a librar una culpa más grande que tu propia existencia, una culpa que se había comido cada instante de tu vida. Sabes tan bien como yo que todos los años que vivas a partir de ahora no los tendrías sin mi ayuda y auxilio. Lo sé porque este altar también me salvó a mí una vez. El precio por estos años, a los que en antaño habría renunciado, es tan alto que apenas logré pagarlo hoy”. Tras decir esto una sonrisa iluminó su rostro. Por alguna razón sus dientes chuecos, viejos, fantasmales y putrefactos no me causaron terror ni asco. Sentí una inmensa compasión por este hombre, la misma que había sentido por mí mismo tan solo unas horas antes. “Y si no es con dinero, ¿Cómo puedo pagarle por lo que pasó hoy?”, “Ya lo has comenzado a hacer” dijo, pero en esta ocasión su voz sonó como la voz de cualquier persona. No fue oscura ni desagradable y se escuchó con la distancia propia de una voz que emitía una persona que se encontraba aproximadamente a un metro de mí. Lo anterior, en vez de alegrarme, hizo que me sintiera más vacío y perdido de lo que jamás me había sentido. Quise seguir hablando, seguirle preguntando cosas. Quise gritar, pero comprendí que la próxima vez que alguien oyera mi voz esta sería desagradable, tendría un tacto pegajoso y podrido. Comprendí que mi voz podría olerse, verse y tocarse, dejando los dedos cubiertos de polvo y miedo. Comprendí, finalmente, que la próxima vez que alguien me escuchara, mis palabras sonarían directamente en su odio, como si no hubiera distancia entre nosotros.

Cereal con leche, 2021

Last modified: 1 noviembre, 2022