Dime cuánto tienes y te diré a qué tienes derecho

Written by | Cafeína para despertar, Opinión

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Irme al extranjero a estudiar me abrió los ojos a muchas cosas. El primer día que estuve en Alemania –hace ya ocho años–, me llevaron al súper: la mamá señaló unas papas y me preguntó si conocía ese extraño producto primermundista; mi compañera de intercambio me preguntó si había probado el agua embotellada; y su hermana, que si había tenido la oportunidad de subirme a un coche. “¿En México existen carreteras?” Me quedé helada.

En la escuela, mis compañeros estaban ansiosos porque les aclarara si México era parte de Estados Unidos, si yo era hija del Presidente y que cuántos burros tenía porque, obvio, ¿de qué otra manera iba yo a transportarme?

Una día, uno de ellos se acercó y me dijo:

– “Fer, ¿cómo juntas a todos los mexicanos en un mismo lugar?”

– “Mmmm, no sé ¿cómo?”

– “Pues tiras un peso en el centro del Zócalo

Las risas estallaron, taladraron mis oídos y mis ojitos se llenaron de lágrimas (rápido, rápido, tienes que manejar esta crisis con dignidad, Fernanda, sé más inteligente que ellos)

– “Oye Fer… ¿ y cómo encuentras al mexicano más rico?”

– “Mmm, ni idea ¿cómo?”

– “¡Encontrando a la persona que atrapó ese peso!”

…Corrí al baño a llorar.

Me sentía ultrajada, lastimada, ofendida. Cuando me hice de fuerzas y del coraje suficiente, salí, los encaré, me aclaré la garganta y les dije: “¡Mi papá es piloto, viajo todo el tiempo porque puedo, ¿cómo ven?, mi casa el doble de grande que la suya, no soy hija de Calderón, mi escuela es mucho más bonita y todos ustedes son unos pueblerinos imbéciles!”. Sobra decir que fue un tremendo error.

Fue un error porque los medí por su dinero –o por el dinero que supuse que tenían–; los descalifique por vivir en un pueblo –de primer mundo, pero pueblo al fin–; expuse el trabajo de mi papá como si fuera mi medallita de oro –como si ser hija de un piloto me otorgara un cheque en blanco para comportarme de forma prepotente–; y porque puse todo mi valor como persona, en mi nivel socioeconómico. Me sentí poderosa, invencible y capaz de mirarlos hacia abajo. Tres minutos después, sentí asco y pena por mí.

Cuando volví de mi intercambio, me fui de voluntaria a una comunidad, en la que dábamos pláticas a adolescentes, escuchábamos sus opiniones y compartíamos nuestra experiencia. En una ocasión, mientras discutíamos la importancia de ir a la escuela y terminar los estudios, uno de ellos se levantó señalándome y me gritó:

–“No tienes derecho a hablar porque tú tienes todo, eres rica”.

En efecto, me callé.

El silencio era sepulcral, las miradas me apuntaban y mis ojos se empezaron a llenar de lagrimas (respira, Fernanda, respira, ¡no pasa nada, no fue personal!)

… Otra vez, corrí al baño a llorar.

En esta ocasión, no sentí rabia… estaba avergonzada. Avergonzada por tenerlo todo, por no preocuparme qué comería al día siguiente, por no tener necesidad de utilizar el transporte público, por estudiar en un colegio privado, avergonzada por tener lo que tengo. ¿Qué derecho tenía yo de criticar algo, de dar consejos o de opinar? Aparentemente ninguno.

Esa vez, no respondí, porque ¿qué iba a decir?

–“Pues para tu mayor información no lo tengo todo, toma aquí tienes mi lista de desgracias” o

– “La verdad es que si, lo tengo todo… la vida es injusta, por favor toma mi lugar y ojalá Dios me perdone”

Nada de eso sonaba políticamente correcto en mi cabeza, así que opté por sentirme una basura y no abrí la boca hasta llegar a mi casa.

El chiste del mexicano más rico y el reproche de “cállate pinche millonaria” fueron las dos caras de un mismo juego. Ambas, me deslegitimaban y me restaban valor con base en un estudio socioeconómico mental y subjetivo que hicieron sobre mi y que no dice nada.

Hace poco, volví a sentir lo mismo a raíz de varios comentarios en una de mis columnas que le restaban valor a mi crítica porque “soy privilegiada” o porque estudio en la UDLAP. Soy una mujer súper afortunada, es verdad y no me avergüenzo de serlo porque el dinero que tengo, el coche que manejo, la casa en donde vivo, la universidad en la que estudio… no determinan quién soy… Esa es mi chamba.

Es curioso lo acostumbrados que estamos a medir las capacidades y determinar los derechos de alguien por el dinero que suponemos que tiene. La posición social es un arma multiusos. Si tienes dinero “cállate porque eres privilegiado y no tienes derecho a quejarte” y si no lo tienes porque “pinche jodido iletrado e ignorante, no sabes lo que dices”. Al final, resulta indistinto si en verdad eres tan privilegiado o no como creen, el descrédito por la posición social siempre sirve, porque apunta al ego, no al contenido (y el ego es muy sensible) ¿en verdad, esa es la vara con la que nos queremos medir?

Sé –porque a diario lo veo– que muchas personas luchan contra el estigma del dinero y me siento orgullosa de la sociedad en la que vivo y del cómo yo he decidido aportar a ella. Creo que en la medida en que utilicemos menos argumentos socioeconómicos para desacreditar a alguien, el dinero dejará de tener poder sobre nuestros juicios de valor y sobre nosotros mismos.

Si empezamos hoy a juzgar el contenido y no las apariencias, las personas estarían más interesadas en aprender que en pretender y eso… ya es algo.

Fernanda Soria Cruz

maria.soriacs@udlap.mx

Last modified: 7 marzo, 2016