Piedad velada

Written by | Opinión

Sofofilia

Los seres humanos constantemente se enfrentan a los límites. En parte lo hacemos porque, al menos en la parte occidental del planeta, solemos pensar bajo dicotomías: malo y bueno, feo y bello, estúpido e inteligente.

Caricatura por: Alejandra Arroyo

Caricatura por: Alejandra Arroyo

En muchas ocasiones algo que nos puede parecer “malo” se acerca a lo que entendemos por “bueno”. El típico ejemplo del joven que roba un medicamento para su madre moribunda roza el límite de lo que entendemos por bondad.

De la misma manera, hay otra dicotomía muy en boga en las noticias actuales: la verdad y la mentira. Pensé en esto porque vi una entrevista a un venezolano acusado de instar a la violencia durante las manifestaciones de la semana pasada. Mientras el presunto criminal hablaba, en la pantalla se proyectaban imágenes de cómo algunos manifestantes quemaban cosas y rompían ventanas. ¿Quién dice la verdad? ¿La imagen o el entrevistado? ¿Las imágenes son sólo para que la audiencia piense en contra del venezolano? El límite es la veracidad del asunto.

Y es que en nuestra vida diaria no siempre decimos la verdad. Las mentiras piadosas pueden sacarnos de muchos problemas, ¿acaso no existen mil chistes sobre que nunca hay que decirle a una mujer “que está gorda”? Este ejemplo es bastante frívolo, pero durante mucho tiempo hemos engañado en pequeñas proporciones: “no mamá, no tomé”, “sí, te quiero”, “sí, estuve hasta tarde en el trabajo”.

Entonces, ¿es de verdad tan malo mentir?, y si así fuera, ¿los engaños tienen alguna especie de “medida” para juzgar qué tan malos son? Si decimos que no, que todas las mentiras son iguales, entonces el hecho de mentirle a un niño sobre su condición cancerígena debe ser lo mismo que Estados Unidos diciendo que nunca ha espiado al mundo.

Si hubiera niveles de mentira, entonces, ¿quién y qué decide la gravedad del asunto? ¿La cantidad de personas involucradas? ¿El vínculo emocional con la persona a la que engañamos? No son situaciones fáciles de zanjar.

Algo es seguro: todos hemos mentido y cada uno tendrá sus propias historias con respecto a qué consecuencias tuvo el no haber dicho la verdad. Para algunos quizá sea poca cosa haber engañado.

También hay otra cosa segura: cuando alguien descubre que hemos mentido, perdemos credibilidad y es algo muy difícil de recuperar. Si no me creen, sólo basta con pensar en cuántos de nosotros confiamos en los políticos que nos representan en la cámara de diputados.

La próxima vez, estimado lector, que tenga que mentir —conscientemente, porque a veces ya ni lo pensamos— lo invito a que se pregunté qué es lo peor que podría pasar. Le aseguro que no le crecerá la nariz, pero quizá sí dejen de confiar en usted.

Jennifer Mc Namara

Jennifer.mcnamarags@udlap.mx

Last modified: 24 febrero, 2014