Un Intruso en la Familia: 1era Parte

Written by | Lado Alterno

Hay quien dice que en México el PRI y el camión de la Coca Cola son las únicas dos cosas que llegan a todas partes. Ni siquiera la empresa telefónica que se vende con un eslogan mexicanísimo y territorial tiene cobertura total. Llegar a los pueblos más recónditos del país parece no ser tarea fácil.

 El alcance de la ruta camionera también se da de quites con el partido tricolor y la popular bebida gaseosa. Si bien no es tan completa, según la encuesta realizada por la firma Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE), el diez por ciento de los mexica-nos la utiliza para desplazarse. A lo que correctamente deberían de llamarle “autobús”, el paisano, coloquialmente le dice “camión”.

La ruta 67 sale de San Agustín Tlaxco (Acajete, Puebla) cada hora. Para llegar a la parada en la avenida 5 de Mayo el transporte público se demora 60 minutos. De ahí habrá que tomar uno más, el 30-A, para terminar bajando los cuatro escalones de un típico microbús mexicano. El recorrido, desde la primera localidad, durará no menos de dos horas hasta llegar a la calle 15 de Mayo. Ese será el fin de una travesía que no termina ahí…en la banqueta.

De los quehaceres de su chamba como empleada doméstica no se queja, y los mil trescientos pesos que gana semanalmente le parecen “ni mucho, ni poco”. Por suerte forma parte del 4.2 por ciento del grupo privilegiado de trabajadoras del hogar que recibe más de tres salarios mínimos al día.

Empleadas sin cuentos de hadas

Cristina Sánchez Gómez, de cara regordeta y apiñonada, ojos saltones y cuerpo tosco, forma parte de las 2.1 millones de mujeres que, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), laboran como trabajadoras del hogar. Sólo cien mil hombres se dedican a lo mismo como mozos o jardineros.

 Una de sus amigas, que ya era doméstica, le consiguió su primera casa. De vacaciones “nada” hasta esta última familia, mismas que se le fueron pagadas por completo. Anteriormente, si los patrones salían de viaje, Cristy tenía que aguardar a que volvieran y le marcaran para seguir cobrando. De contrato laboral ni pensarlo. Según Marcelina Bautista, dirigente del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH), 98 por ciento de las trabajadoras del hogar en México, tampoco tienen un convenio de trabajo por escrito.

 A pesar de representar el 4.5 por ciento de la población y ser un segmento económicamente significativo, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), únicamente el 2 por ciento de las empleadas domésticas en el país tienen seguro social.

 Cristina inicia por narrar el lado turbio de su labor: “En unos trabajos, por ejemplo, tienes que pedir permiso para comer y esperar a que ellos te digan qué es lo que tienes que comer”. Con la familia para la que estuvo trabajando de entrada por salida en La Vista, un exclusivo fraccionamiento de la Angelópolis, la situación fue fatídica: no sólo le racionaban la comida, entre rebanadas y porciones, sino que había, incluso, ocasiones en las que le sacaban las sobras del guisado de la semana anterior para que se las terminara.

El episodio, con la misma ama de casa, transcurre hasta llegar a sus más atroces revelaciones. Cristina entraba a las ocho de la mañana y terminaba su jornada a las diez de la noche. No es ella la única perjudicada en cuanto al tiempo de trabajo que se torna exagerado. En México, la sobrecarga de actividades laborales está presente, según cifras de la Inegi, en un 13 por ciento de las domésticas que cumplen jornadas de hasta 48 horas por semana. El pago extra, por ese tiempo de más, no existe en las conversaciones entre empleadora y muchacha. Por eso y mucho más, Cristy huyó.

El patético diagnóstico de Cristy, ni médico ni psicológico pero sí laboral, presenta síntomas de una común enfermedad en quienes practican este tipo de empleo: explotacionitis aguda. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación en M é x i c o (Enadis), los estados de Puebla y Tlaxcala presentan una cifra que pinta los números con pigmentos naturales, al puro estilo del hombre de las cavernas, tan bestial y primitivo: no se respetan los derechos de las trabajadoras del hogar en más del  45 por ciento de las casas donde éstas trabajan en ambas entidades.

 Y ahí, en ese grueso poblacional, tan grueso y a la vez tan flaco de condiciones, Cristina naufraga sin velas ni remos.

De hogares y arsenales

“Yo le digo que mejor se vaya de ahí, pero si no hay trabajo, me dice, cómo le doy de comer a mis hijos”, comparte Sara mientras recuerda la plática que tuvo con Lety, su amiga, que trabaja de muchacha, desde hace dos años, en un hogar que pretende ser, más bien, un arsenal.

Sara Sánchez Rosas, de 50 años, comenzó a laborar como trabajadora del hogar unos meses antes de cumplir la mayoría de edad. Morena como el chocolate amargo, su experiencia laboral tiene arraigado el sabor dulce del chocolate blanco. A pesar de ganar cuatro mil cuatrocientos pesos mensuales, anécdotas como el haber trabajado por una década en casa de una pareja joven y comer todos los días junto con la familia, le hacen dibujar en su rostro opaco una especie de sonrisa marfil semejante a las mazorcas crudas que cosecha en el huerto de su morada, una pequeña vivienda en San Mateo Tlaixpan (Tecamachalco, Puebla).

Pero Lety, su comadre, no goza como Sara de poder hablar bien de los patrones para los que ha trabajado: “Ella está de planta, no como yo”, inicia Sara. Así comienza una feroz revelación.

—Lety duerme donde duermen los perros de los patrones, en un cuartito que huele horrible…un cuchitril. Son dos, de esos que parecen lobos. Aparte de tener que levantarse a media noche para callarlos cada vez que ladran, cuando su hijo era chiquito, como la señora ya no le dio más semanas de reposo, Lety lo llevó a la casa. En una ocasión, antes de dormirse, uno de los animales le metió una mordida al bebe en el brazo…¡pobrecito! Me contó que su patrona, cuando le fue a avisar, la muy mala le dijo que pa qué lo había traído, que si quería llevárselo a revisar, los días que faltara, no se los iba a pagar. Y pos Lety se fue a que lo atendieran. Ya después no sé cómo se atrevió a regresar.

Sara descansa el caso de Lety para proseguir con su situación, no sin antes evocar un suspiro verbal, con palabras en tono de mensaje:

—De veras yo pienso que esos son de los patrones que la esclavitud todavía la tienen en el alma. Desde que Dios hizo que se terminara, lo de Lety no tenía por qué haber pasado…pero en partes, no veo eso. No somos animales para que nos traten así. La idea de inferioridad corroe el pensamiento de la trabajadora social como el hecho, tan desgarrador, de coincidir con una realidad mexicanísima: “ellos son los del dinero, nos debemos a ellos en gran parte”, concluye Sara.

Willy Budib

guillermo.budibhe@udlap.mx

Last modified: 20 abril, 2015

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